jueves, 20 de enero de 2011

Isabel

Si no fuera por mi hija, pasaría hambre antes de verme haciendo estos trabajos, pensaba Isabel, casi en voz alta, mientras se disponía a limpiar el escupitajo obsceno con el que la obsequiaba cada mañana algún vecino, en un rincón del ascensor.
Pensó que si algún día le descubría, dejaría en el felpudo de su puerta otro regalito tan desagradable o más.
Isabel trabajaba -desde las seis de la mañana-  para una empresa de limpieza dedicada a las comunidades de vecinos.
Primero hay que barrer y fregar cada tramo de escalera, después se limpian los ascensores y por último, tras dedicarse a los dorados de la puerta exterior, se barre y se friega el portal del bloque de pisos.
Es más fácil decirlo que hacerlo, pero hay que ver como se le queda a una currante el cuerpo después de los seis portales diarios. Y todo por novecientos euros y una cotización a la Seguridad Social de media jornada.
Isabel trabajaba de administrativa en un concesionario de automóviles hasta que la crisis la dejó en la puñetera calle y con la pensión que su ex le pasa, tarde, mal y nunca, se vio abocada a aceptar cualquier trabajo, a pesar de que tenía una buena formación.
Cuando cerró la sexta puerta del día se encaminó a su casa, pasando antes por la tienda de Juan, para comprar el pan y las cosillas necesarias para la cocina. Tampoco se olvidó de comprar alguna golosina para su princesa.
Llegó a su casa, ordenó sus compras en los armarios y la nevera, pasó la escoba, limpió el polvo y se hizo algo para comer.
Como su hija no volvería del colegio hasta más tarde, se sentó en el sofá con el ordenador portátil sobre sus rodillas y decidió empezar la novela que le venía rondando la cabeza.
Sintió un revoloteo de pájaros en el estómago, ante la pantalla vacía del Word y empezó a escribir: Si no fuera por mi hija, pasaría hambre antes de verme haciendo estos trabajos.

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