lunes, 17 de enero de 2011

Las Nubes

Las nubes son unas masas inmensas en el cielo y se revuelven como si el sol las quemase. El viento las mueve y mezcla sus blancos con sus grises y su humo con su plomo para que parezcan vivas.
 Pero hoy, las nubes, están mucho más bajas de lo habitual, estoy seguro de ello,
Están tan bajas que se diría que rozan las lomas que marcan el fin de la tierra.
El camino es un sembrado de cantos de todos los tamaños y en el centro, por donde no discurren las ruedas de los carros y donde se abona la vida por el paso del ganado, ha nacido la hierba con las primeras humedades del otoño.
El camino muere donde empieza el cielo y resucita más allá con el renacer de la tierra que parecía haber terminado.
A mis espaldas los vendimiadores. Pocos, como corresponde a las mínimas haciendas.
Las manos agrietadas no han descansado de la hoz y ya empuñan la navaja que arranca sus hijos a las cepas. En los riñones el dolor y entre dientes, no sé  si un canto o una queja.
El hastío, la galbana, los restos del naufragio del madrugón, la sed que no alivia el vino vendimiado en otro otoño, la certeza de que se vendimia para tener vino que beber en la próxima vendimia.
Las últimas moscas del año, entre zumbidos, devoran por los ojos a los animales de labranza y liban el mosto pegajoso de las manos y los rostros.
Los cuadros marrones de la manta, resguardan mi cuerpo de las finas cuchillas del viento. Es mi uniforme de centinela al cuidado de las cestas de la comida y la bota de vino, que reposa a la sombra del carro ahora ocioso.
Miro a las nubes entre las ruedas del carro. Si pudiera, apresaría una. Una pequeña que quepa en un cesto grande, después, forraría el terrero con ese saco para que no se escape por las rendijas de las mimbres y pediría a mi abuelo que lo cargue sobre el burro para llevarla a casa.
Los pardales roban el grano de la cebadera de los animales. Les miro, serio, preocupado. Tomo sigilosamente un canto en mi mano derecha y se lo arrojo con fuerza y con rabia.
El canto choca con otros cantos y recorre un tramo corto de camino, mientras los pardales revolotean en huida.
Me levanto, les persigo. Se han posado un poco más allá en el camino. Vuelven a huir al verme agachar para tomar otro canto. Van más allá, yo les sigo.
Ahora que me fijo, el camino termina entre dos nubes que definitivamente se han posado sobre la loma.
Son nubes blancas por arriba y gris oscuro por la panza. Si, si la parte de abajo es la panza, no va a ser la espalda, que dice mi abuelo que dar la espalda a la gente es de mala crianza.
Voy corriendo por el camino y no me preocupan las chinas que se meten en mi calzado ni tampoco ya los pardales, pero se me están escapando las nubes. Se retiran despacio, sin hacer ruido pero más deprisa que yo.
Llego a esa loma en la que, lo juro, estaban posadas antes y ya descansan en la colina que está más allá en el camino.
Esa que parece el bonete de Donnicolás, todo junto, se ha escapado de aquél majuelo y ya se esconde, como corresponde, tras el campanario que asoma en el horizonte.
Tengo que dejarlo, parece que corren despacio más que yo y además si las pillara, se me ha olvidado el terrero. ¡Jó!, que lejos está ahora nuestro majuelo para volver.
Me han montado en el carro para regresar a casa, voy sentado al lado de mi abuelo y choco mi cuerpo contra el suyo por el traqueteo.
Mi abuelo huele a tierra seca y va cantando bajito, también me mira de reojo.
-Agüelo, ¿cómo se mueven las nubes?
-Pues con el aire, ¡qué jodido chiguito! Y... ¿se puede saber a dónde ibas corriendo por el camino?
-A ningún sitio.

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