jueves, 21 de abril de 2011

El contestador

Hartos de las prisas de la ciudad, del tráfico, de las sirenas de ambulancias y policía decidieron trasladarse a vivir a un lugar más tranquilo.

Eligieron una urbanización a las afueras de un pueblecito  de la sierra, a casi tres cuartos de hora de la ciudad, donde los escasos vecinos se conocían de toda la vida de dios.

Aunque se desplazaban a diario a la ciudad para trabajar, el pueblo era el lugar perfecto para terminar la jornada, para pasar los fines de semana viendo discurrir las horas lentas, deteniéndose a contemplar los pequeños detalles, escuchando el sonido del río y los cantos de los pájaros.

Su calidad de vida mejoró considerablemente desde que cambiaron las prisas y el estrés por el aire limpio y  la paz de la sierra.

Un día ella decidió comprar un contestador automático, que escuchaba al volver del trabajo. Era lo primero que hacía al llegar a casa, mientras colgaba su abrigo y dejaba las bolsas con las compras.

Casi siempre tenían algún mensaje de la madre de él, un saludo de algún amigo que preparaba una barbacoa para el sábado, un aviso de la hermana de ella, que advertía de su intención de visitarles el fin de semana, con un novio diferente al de la última vez.

Pero un día, al final de todos los mensajes, ella escuchó entre ruidos y carraspeos de la cinta lo que parecía una voz lastimera y desesperada, que parecía gritar desde muy lejos, tan lejos que pareciera que la voz se desgarrase desde el otro mundo.

Ella se asustó, notó que el corazón se le aceleraba y la sangre le encendía las mejillas. Eso no era una llamada telefónica, aunque lo precediera el clásico pitido que separa los mensajes en el contestador.

Cuando llegó su marido escucharon juntos los mensajes y al final el grito desgarrado y lejano que se escapaba del aparato. Volvieron a escucharlo una y otra vez rebobinando la cinta, tratando de entender los gritos.

El asunto seguramente tendría su explicación, se habrían colado las voces de algún vecino, pero el suyo era un chalet unifamiliar, lo suficientemente aislado para que eso ocurriera. Tampoco habían dejado encendida la televisión, ni la radio.

Rebobinaron la cinta una vez más, aguzando el oído, y llegaron a la conclusión de que el desesperado gritaba: ¡Sacadme de aquí!. Una y otra vez el grito repetía ¡sacadme de aquí!

Borraron la cinta y trataron de olvidar el asunto dedicándose a sus cosas y dejando pasar la jornada paseando por la orilla del río.

Al volver a la casa, ella se fijó en la luz parpadeante del contestador, que advertía de que contenía mensajes nuevos.

Apretó la tecla con temor y tras el pitido escuchó, esta vez más claro, ¡sacadme de aquí! ¡sacadme de aquí!. Sintió que le recorría un escalofrío por la espalda, apagó el aparato tirando bruscamente del enchufe y fue a contárselo a él.

Al día siguiente se encontraron con Marcelo, que volvía del monte con las vacas, y se quedaron con él a pegar la hebra un rato.

La conversación giraba en torno a los sucedidos en el pueblo durante la Guerra Civil.

-Aquí, en este pueblo, se encontraba el frente durante el asedio a Madrid. Los Nacionales bombardeaban como locos las posiciones republicanas que les impedían el paso. Allí mismo, donde ahora está vuestra casa, estaban las trincheras de Los Rojos. Cuando su ejército se retiraba hacia la capital, algunos quedaron aislados, y las trincheras fueron su tumba. Murieron como moscas bajo las bombas.

A ella le habían contado que un amigo de su abuelo, sobrevivió a las bombas, y al terminar la guerra contó a su abuela que el abuelo murió en el frente y le enterraron en la misma trinchera.

Al llegar a la casa volvieron a ver la luz parpadeante en el contestador desenchufado. Pusieron el chalet a la venta y nunca más tuvieron un contestador.

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