lunes, 20 de enero de 2014

Jodida, pero mejorando

abuela La abuela está mejorando, lo ha dicho don Mariano, el médico.

Si es que van a matarla cualquier día a disgustos. No pasa jornada sin que llegue una impertinencia, una subida de la contribución, o un recibo de la luz más gordo que el último, que la ponga más p’allá que p’acá

Yo no la veo demasiado bien, vamos que no me parece a mí que esté muy católica. Pero bueno, no seré yo quien lleve la contraria a don Mariano, el médico.

No es que la abuela esté para morirse, pensábamos el día  que a su hijo Santiago le pusieron de patitas en un lunes soleado y a ella le dio el primer parrús. Y a fuerza de no darle importancia al ictus, la abuela se acostumbró a la cojera de la pata izquierda y a la torpeza de sus dedos, como si tal cosa y le pareció que estaba jodida…  lo normal.

Don Mariano aseguró que le tocaba cargar con la chapuza del anterior médico, que permitió a la abuela atiborrarse de sal, pero él arreglaría eso. Prescribió una dieta austera: fuera el chorizo, nada de jamón, el queso ni olerlo y a cambio un estupendo festín de acelgas hervidas.

Don Mariano predijo que mejoraría aunque se estuviera quedando en los huesos, que la anemia era coyuntural, que estaba limpiando la sangre y que tanta austeridad alimentaria, terminaría por hacer sus buenos efectos. Es que la abuela ha abusado del tocino por encima de sus posibilidades.

A la abuela le congelaron la pensión y la casa a fuerza de no alcanzarle para el gasoil de la calefacción y la cosa se agravó con un catarro de aúpa, cuyo consuelo consistía en que, al menos ahora, podría comerse los mocos. Don Carmelo aseguró que no hay mal que por bien no venga, que el aire fresco no es tan malo, es fresco, pero sano.

La familia de Santiago, su hijo, se fue a vivir con la abuela cuando se le terminaron las prestaciones por desempleo. La casa es más bien estrecha y camas no hay demasiadas, pero, aunque no les dieran una ayuda por dependencia de la abuela, podrían estirar su pensión. El día que don Mariano, el médico, vino a verla le dijo que daba gusto ver cómo sus familiares la cuidaban y la cara somnolienta de Rosita, su nieta , durmiendo con placidez junto a la abuela.

Hace poco fui a verla  y no me gustó un pelo su aspecto. Santiago en vez de llamar esta vez a don Mariano, el médico, había llamado al cura para que administrase a la abuela la extremaunción. Me acerqué a ella y pude oír su respiración fatigosa ¿Cómo está, abuela? le pregunté. La abuela abrió sus ojos despacio, con cansancio, me miró y dijo: Jodida, pero dice don Mariano que mejorando. Si don Mariano lo dice…

jueves, 2 de enero de 2014

Carta a los Reyes Magos

images Señores Reyes Magos, Majestades:

Me decido a escribirles de nuevo después de muchos años, convencido una vez más de la inutilidad de mis peticiones, pero poniéndole una trampa a la suerte, por si cae en ella.

Recordarán vuestras majestades mis cartas inocentes de aquellos mis primeros años, en los que era tan fácil creer en todo.

Un niño pobre lo es hasta pidiendo bienes materiales. Un balón o una bicicleta, no las dos cosas a la vez. Mis padres me enseñaron a no excederme pidiendo, Sus Majestades tenían muchos niños a los que atender y aun siendo mágicos, las fábricas de juguetes podrían quedarse desabastecidas y no haber suficientes regalos para todos los niños.

Había que portarse bien, para merecer los regalos de vuestras majestades, te lo recordaban cada vez que infringías alguna norma y por mi parte no recuerdo haber sido un niño excesivamente travieso, ni rebelde.

Recuerdo que los primeros años aparecía en mi habitación una bandeja con galletas de vainilla y una hermosa naranja, pero después vi a otros niños jugar con balones o con aquel disfraz de Llanero Solitario con antifaz y todo y un par de pistolas plateadas.

Ya no sé que pedía, pero sí recuerdo una cierta amargura en las mañanas del seis de enero al ver a otros niños exhibir los juguetes, mientras en mis zapatos apenas aparecía una caja de pinturas algún cuaderno y alguna muda nueva o calcetines.

Lo tomaba como un reproche a mi comportamiento y redoblaba mis esfuerzos en portarme bien.

Cada navidad una carta, una ilusión renovada y un apoyar la nariz contra los cristales fríos de los escaparates con juguetes. Desde muy pequeño aprendí a lustrar mis propios zapatos y me entregaba a esa labor con denuedo las tardes del cinco de enero y después recogía hierba para vuestros camellos y preparaba una bandeja con turrón y polvorones. También colocaba junto a la comida el porrón de vino, pues alguien me contó que a vuestras majestades les gustaba la pintilla.

A la mañana siguiente había desaparecido la hierba, se había secado el porrón y del turrón y los polvorones a penas quedaban las migas en la bandeja. Pero junto a los zapatos volvían a aparecer esas cosas tan necesarias como faltas de glamour y de ilusión . Mientras la calle se llenaba de balones y bicicletas y sonaban los disparos de las pistolas de mixtos.

No recuerdo a qué edad, pero fue pronto, reparé en que algún rapaz de los que exhibían gran cantidad de juguetes, no eran precisamente los que mejor se portaban, pero sí eran los hijos de gente pudiente. Entonces la idea de los Reyes Magos empezó a presentarse ante mí tras una cortina de recelos. Me costó asumir que los reyes podían ser magos, pero no eran precisamente justos.

Ya no creía en Los Reyes Magos, al menos no me parecían gente de fiar. Ni los Magos, ni los otros. Siempre me pareció que las coronas y las alfombras lujosas de los palacios, tapaban calvas indecentes o escondían mierda.

Un año dejé de poner hierba para los camellos y no coloqué la bandeja de polvorones y turrón, ni el porrón de vino. Debió de ser aquel año en el que uno tampoco encontraba motivos para portarse bien.

No sé si ahora merecerá la pena dirigirse a vuestras majestades, para pedirles una forma digna de vivir para mí o para mis compatriotas. Me asalta el temor de que, como siempre, sólo alcancen esa dignidad de vida los pudientes y sus hijos.

Pero no sé… quizá con los años, vuestras majestades hayan comprobado que no hay magia si no es justa, que sólo vale la pena creer en reyes si los reyes creen en la gente y no en los negocios y en los aduladores de la corte.

Puede ser que, de tener vuestras majestades magia, la empleen en conseguir un país que no deje a nadie atrás, que se avergüence de ver comer a la gente de los contenedores de basura, que no sustituya sin vergüenza la solidaridad por la caridad.

Pero no, no tengo demasiados motivos para creer en vuestra magnanimidad, demasiados años comiéndoos el turrón y los polvorones y bebiéndoos mi porrón de vino para dejarme las migajas.

Sin demasiada fe, me despido de vuestras majestades. ¡Salud!

Pd.  El año que apareció un tren eléctrico junto a mis zapatos, yo ya sabía que los reyes son los padres.